Hubo, durante muchos años en Magdalena, una casa a
donde acudían los padres de la Compañía de Jesús cuando iban camino al Puerto
de San Blas de donde salían a sus misiones del norte. Las sótanas negras cubiertas por negras capas
eran cotidianas. Por aquellos años
anteriores a 1763 (que fue cuando el rey Carlos III los expulsó del Imperio) desde
los más ricos hasta lo más pobres asistían a pedir auxilio o consejo a la
Compañía de Jesús.
Su casa, más que convento, parecía una casa común,
como la del resto de los habitantes ( de los habitantes ricos claro ). Las noticias del norte y del sur se cruzaban
en las salas de la Compañía en Magdalena.
No era raro que el naufrago, el defraudado o aquel que había quebrado
llegara a su casa pidiendo consejo y capital para volverse a poner a trabajar.
Ocurrió que llegó un hombre (de cuyo nombre no es
que no queramos, pero no guardamos el nombre) que había invertido todo cuanto tenía
y con ello el de cuatro poderosos amigos en unas mercaderías que le llegarían
por la Nao de China. Como suele suceder,
la desgracia ocurrió y la inversión en mercaderías se perdió. Quizá la tomaron los piratas o los mismos
marineros la robaron o pudo ser también un tifón que hizo que la Nave se
perdiera. El hecho es que nuestro
mercader estaba harto preocupado y recurrió a la Compañía de Jesús.
Lo recibió amablemente el administrador y le
ofreció chocolate para contar sus penas.
Largo rato estuvieron platicando y el administrador se vió
condescendiente y decidido a ayudarlo hasta que el mercader externó la suma exorbitante
de dinero que debía pagar solo para
saldar las deudas a sus socios.
Nuestro mercader estaba preocupado porque las malas
lenguas pueden más que la falta de pesos en cosas de negocios y las
murmuraciones de su quiebra y de la pronta venta de sus bienes para costear la
cuantiosa deuda, era ya comidilla común.
El Padre abrió una ventana de la Casa y escucharon las murmuraciones de
unas mujeres que ya ponían precio hasta las sábanas de las camas del mercader.
-Murmuran como víboras- dijo el mercader.
El jesuita
le pidió que le mostrara el talego donde el mercader cargaba sus monedas. Unas últimas monedas eran una pequeña fortuna
aún:
-Estas víboras te han de devolver lo perdido ya
verás-
El padre le ordenó al mercader seguir su
consejo. Con lo que había aún en aquella
bolsa de terciopelo se pagó pólvora, música y un fastuoso banquete para los
principales magdalenenses. Acróbatas
y cera se gastaron desde que
declinó la tarde y en poco tiempo se olvidaron de la próxima quiebra del
mercader. En una mesa contigua a la de
los señores ricos y principales, se había establecido una mesa para los
pobres. Tras el correr del alcohol, unos
y otros olvidaron sus diferencias. En un
momento dado, el jesuita llamó la atención del mercader sobre un magnífico
alacrán que subía sobre una de las paredes.
En verdad era magnífico y enorme.
De un solo movimiento, casi calculado, el jesuita
tomó el alacrán por la cola y lo metió al talego del mercader:
-Hay que dárselo al mejor postor pero lo has de regresar
sin premura tras pagar tu deuda-
El mercader pensó que como charada iba a conseguir
algunos pesos y llamó la atención de todos para poner en venta el magnífico
ejemplar:
-¡Ea Vuesas mercedes! ¡Vean la novedad que acá les
tengo! Esta tierra tan rica que tanto
nos ha dado ha sido condescendiente hasta con las alimañas más ponzoñosas y no,
no señores míos, no me refiero a los bellos ejemplares de lengua bífida que tan
bien conocemos, sino a otro tipo tan peligroso que con tan solo ver su brillo
nocturno y escuchar su pesada armadura silbar nos causa terror. Hoy he recibido el más magnífico de los
alacranes criado por estos suelos y lo pongo a consideración del que mejor lo
quiera pagar –
Diciendo esto puso frente a las mujeres la bolsa de
terciopelo en la que se removía la alimaña tratando de salir causando miedo a
quien se le acercaba.
Sobre un platón de plata abrió la bolsa pero el
alacrán no salió. Todas las miradas
estaban puestas sobre los movimientos del mercader. Tomó por la esquinas la bolsa y la sacudió
con cierta fuerza. Un sonido metálico
acompañó al grito sorprendido de los convidados. Ante ellos un alacrán en oro cincelado, detallado
con filigrana de plata y adornado con ambares y perlas yacía con las patas
arriba. Sorprendido el mercader buscaba
la mirada del jesuita. Un impulso lo
hizo ponerlo de pie mostrando toda su belleza.
Esa noche el mercader consiguió doblar la cantidad
de su deuda empeñando la joya. Se
aseguró de que sus acreedores no la
vendieran ni le hicieran daño alguno. Pagó
las deudas y logró doblar el resto y aún quedarse con ganancia. Volvió a su casa pago la cantidad empeñada y
recuperó el alacrán negándose a venderlo por cantidades tan grandes como la que
fue entregada al principio.
Con la joya en la bolsa se dirigió a la Casa de la
Compañía. El jesuita ya lo estaba
esperando. Más agradecimiento no se ha
visto en el rostro y ademanes de un hombre.
Hablaron sobre como se había librado de la quiebra y por último le dio el
alacrán de oro al jesuita. El padre lo
vió por arriba y por abajo, por un lado y por el otro. Al mercader le latían las sienes ¿acaso
faltaba alguna piedra? ¿Habría sido falsificado? El jesuita sonrió y se dirigió
a la pared más cercana, tomó al alacrán por la cola y lo acercó al muro. El alacrán, como despertando de un letargo,
se aferró al muro y comenzó su camino como si nunca hubiera sido una joya.