Su papá estaba enfermo. Tenía ya tiempo al borde de la muerte. Por la mañana rezaban para que lllegará a ver
la luz de las estrellas y cuando cerraba los ojos rezaban para que volviera a
despertar. Ya no pedían que estuviera
bien. No rogaban que por su cura solo
imprecaban que no se muriera.
Tirado cual costal de huesos con el que la muerte
se deleitaba y se divertía, tenía los verdes ojos apagados. Una pequeña tela transparente parecía que los
había cubierto. La fiebre vespertina
hacía brillar los músculos morenos grabados por el trabajo. El escalofrío le recorría el cuerpo y
temblaba.
Así pasó los rigores del invierno. Respirando con
dificultad. Sintiendo que en cada exhalación
se le iba la vida y ante los ojos de sus hijas e hijos se disminuía cada vez
más. Pero los potentes músculos se
recuperaban en momentos. Se obligaba a
comer “aguado” y bebía en demasía. Así
había llegado hasta las vísperas de la Cuaresma.
Una de sus hijas, desesperada, resentida por el sufrimiento del padre emprendió
con ojos llorosos un camino, ya con el sol cayendo y a pie, a Magdalena. Vió los últimos rayos del sol reflejarse en la moribunda laguna que tanto
han violado y pisoteado los que tanto le deben a la tierra.
Apenas descansó en la plaza. Tomó un refresco. Se descalzó y se sobó los pies ajados por el
camino. Ya se veía a los magdalenenses
partir al sur, a San Juanito. Tenía dos
opciones: pasar la noche allí y levantarse muy temprano para alcanzar a los
romeros antes del alba o emprender el camino. Decidió el segundo. Se unió a unos conocidos que portaban
hachones. Pronto dejaron atrás el
caserío y se perdieron en el bosque trazando una especie de serpiente luminosa
que reptaba hacía San Juan.
A medianoche alcanzaron la meta. Le rentaron unos
petates y trató de descansar y de tanto en tanto pensaba si su padre era acaso
ya muerto y se quedó dormida. No escuchó
el repique matinal. No se dió cuenta de
la salida de San Francisco cubierto de lienzos morados. Ni siquiera sintió el de tropel de
peregrinos acompañados en cantos que llevaban ya la milagrosa imagen de la
Virgen del Pueblito a Magdalena.
Una mujer de San Juan la despertó y con ella
corrió, limpiándose los ojos, a la retaguardia de la romería que trasladaba la
Imagen. Cuando alcanzaron La Joya apenas
probó bocado: unas gorditas de San Juan y un café; cortaron un montón de
arrayanes y un alma compadecida le dió unas guayabas para el camino. Se
internaron el espeso bosque con los peregrinos retrasados. Subieron la loma y al bajar pudieron ver que
la Imagen ya desaparecía en el Ixtetal.
Cuando ellas llegaron ahí, sus huaraches ya no
resistieron y se vencieron ante el filo ingente de la obsidiana. Su pies sintieron el fragor de la tierra caliente. A pesar del rebozo el sol les calaba y se
hacían sombra con una rama de laurel.
Apretaron el paso y por fin alcanzaron a la Virgen del Pueblito cuando
ya había sido colocada sobre la su peana de San Francisco.
Los devotos se arremolinaban tratando de tocar la
imagen con cierta devoción. Ella,
desesperada sentía que si se acercaba y tocada al menos la cauda su padre
sanaría y se arrancó a empellones en la nutrida procesión. Tan sólo alcanzó a tocar la peana de San
Francisco y se hizo de un puño de confetis de colores.
Sin soltar su tesoro tomó camión a Tequila. Su padre respiraba penosamente y la veía con
ojos enfebrecidos. Había dejado de
hablar porque le cansaba. Las lágrimas
rodaron sobre las mejillas del enfermo.
Sin dar explicaciones ella llenó un pocillo con agua y lo puso a
hervir. Le arrojó las hojas de laurel que
llenaron de aroma las estancias y adorno la pócima con los confetis que había
quitado de la Virgen del Pueblito. Dejó
que bajara la temperatura y esos breves minutos le parecían eternos.
Todos en casa hablaban en voz baja. Con la taza en las manos entró a la
habitación del padre enfermo. Se armó de
valor. Se sentó a su lado; le quitó la camisa y se dio cuenta de que ardía en
fiebre y sudaba a chorros. La silueta de
su padre se recortaba en la sábana blanca marcada por el humor de la enfermedad. Seguía fuerte pero lo sintió ligerísimo al
ayudarle a incorporarse un poco. Su
padre lo veía con ojos de dolor y de ternura.
Poco a poco bebió la pócima de laureles y confetis y al terminarlo un
período de tos lo convulsionó. Escupió varias
veces en el suelo flemas raras de color impreciso.
La tos lo cansó y su hija lo volvió a
recostar. Para ese instante estaba ya la
madre y algunos hijos a la puerta de la habitación. Silenciosos y resignados. Durmió que parecía ya muerto a no ser por la
respiración dificultosa y sonora que poco a poco fue amainando. Cayó la tarde y no despertaba. Lo hacían ya muerto.
El primer lucero se elevó en el caliente cielo
tequilense mientras silenciosamente, casi fúnebres cenaban los familiares del
que creían que iba a morir en cualquier momento. Un sonido de arrastre los sorprendió: en el
umbral de la cocina, cansado, con los fulgurantes ojos verdes estaba papá de
pie sonriendo pidiendo un pan y un poco de leche.
Y aún las palabras de Eustolia Flores resuenan en
quienes la escuchamos: “y agarre con el puño lo que pude que fue un montón de confetis
con los que sabía que mi papá había de curarse”.
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