miércoles, 18 de abril de 2018

Los confetis de la Virgen del Pueblito



Su papá estaba enfermo.  Tenía ya tiempo al borde de la muerte.  Por la mañana rezaban para que lllegará a ver la luz de las estrellas y cuando cerraba los ojos rezaban para que volviera a despertar.  Ya no pedían que estuviera bien.  No rogaban que por su cura solo imprecaban que no se muriera.

Tirado cual costal de huesos con el que la muerte se deleitaba y se divertía, tenía los verdes ojos apagados.  Una pequeña tela transparente parecía que los había cubierto.  La fiebre vespertina hacía brillar los músculos morenos grabados por el trabajo.  El escalofrío le recorría el cuerpo y temblaba. 

Así pasó los rigores del invierno. Respirando con dificultad.  Sintiendo que en cada exhalación se le iba la vida y ante los ojos de sus hijas e hijos se disminuía cada vez más.  Pero los potentes músculos se recuperaban en momentos.  Se obligaba a comer “aguado” y bebía en demasía.  Así había llegado hasta las vísperas de la Cuaresma.

Una de sus hijas, desesperada,  resentida por el sufrimiento del padre emprendió con ojos llorosos un camino, ya con el sol cayendo y a pie, a Magdalena.  Vió los últimos rayos del  sol reflejarse en la moribunda laguna que tanto han violado y pisoteado los que tanto le deben a la tierra.

Apenas descansó en la plaza.  Tomó un refresco.  Se descalzó y se sobó los pies ajados por el camino.  Ya se veía a los magdalenenses partir al sur, a San Juanito.  Tenía dos opciones: pasar la noche allí y levantarse muy temprano para alcanzar a los romeros antes del alba o emprender el camino. Decidió el segundo.  Se unió a unos conocidos que portaban hachones.  Pronto dejaron atrás el caserío y se perdieron en el bosque trazando una especie de serpiente luminosa que reptaba hacía San Juan.

A medianoche alcanzaron la meta. Le rentaron unos petates y trató de descansar y de tanto en tanto pensaba si su padre era acaso ya muerto y se quedó dormida.  No escuchó el repique matinal.  No se dió cuenta de la salida de San Francisco cubierto de lienzos morados.   Ni siquiera sintió el de tropel de peregrinos acompañados en cantos que llevaban ya la milagrosa imagen de la Virgen del Pueblito a Magdalena.

Una mujer de San Juan la despertó y con ella corrió, limpiándose los ojos, a la retaguardia de la romería que trasladaba la Imagen.  Cuando alcanzaron La Joya apenas probó bocado: unas gorditas de San Juan y un café; cortaron un montón de arrayanes y un alma compadecida le dió unas guayabas para el camino. Se internaron el espeso bosque con los peregrinos retrasados.  Subieron la loma y al bajar pudieron ver que la Imagen ya desaparecía en el Ixtetal.

Cuando ellas llegaron ahí, sus huaraches ya no resistieron y se vencieron ante el filo ingente de la obsidiana.  Su pies sintieron el fragor de la tierra caliente.  A pesar del rebozo el sol les calaba y se hacían sombra con una rama de laurel.  Apretaron el paso y por fin alcanzaron a la Virgen del Pueblito cuando ya había sido colocada sobre la su peana de San Francisco. 

Los devotos se arremolinaban tratando de tocar la imagen con cierta devoción.  Ella, desesperada sentía que si se acercaba y tocada al menos la cauda su padre sanaría y se arrancó a empellones en la nutrida procesión.  Tan sólo alcanzó a tocar la peana de San Francisco y se hizo de un puño de confetis de colores.



Sin soltar su tesoro tomó camión a Tequila.  Su padre respiraba penosamente y la veía con ojos enfebrecidos.  Había dejado de hablar porque le cansaba.  Las lágrimas rodaron sobre las mejillas del enfermo.  Sin dar explicaciones ella llenó un pocillo con agua y lo puso a hervir.  Le arrojó las hojas de laurel que llenaron de aroma las estancias y adorno la pócima con los confetis que había quitado de la Virgen del Pueblito.  Dejó que bajara la temperatura y esos breves minutos le parecían eternos.

Todos en casa hablaban en voz baja.  Con la taza en las manos entró a la habitación del padre enfermo.  Se armó de valor. Se sentó a su lado; le quitó la camisa y se dio cuenta de que ardía en fiebre y sudaba a chorros.  La silueta de su padre se recortaba en la sábana blanca marcada por el humor de la enfermedad.  Seguía fuerte pero lo sintió ligerísimo al ayudarle a incorporarse un poco.  Su padre lo veía con ojos de dolor y de ternura.  Poco a poco bebió la pócima de laureles y confetis y al terminarlo un período de tos lo convulsionó.  Escupió varias veces en el suelo flemas raras de color impreciso.

La tos lo cansó y su hija lo volvió a recostar.  Para ese instante estaba ya la madre y algunos hijos a la puerta de la habitación.  Silenciosos y resignados.  Durmió que parecía ya muerto a no ser por la respiración dificultosa y sonora que poco a poco fue amainando.  Cayó la tarde y no despertaba.  Lo hacían ya muerto. 

El primer lucero se elevó en el caliente cielo tequilense mientras silenciosamente, casi fúnebres cenaban los familiares del que creían que iba a morir en cualquier momento.  Un sonido de arrastre los sorprendió: en el umbral de la cocina, cansado, con los fulgurantes ojos verdes estaba papá de pie sonriendo pidiendo un pan y un poco de leche.


Y aún las palabras de Eustolia Flores resuenan en quienes la escuchamos: “y agarre con el puño lo que pude que fue un montón de confetis con los que sabía que mi papá había de curarse”.

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