¿Has visto como vuelan unos hilillos de polvo que
surgen casi de la nada? En esta temporada de estío es común en Magdalena que
las polvaredas acompañen las tardes calurosas.
Son así de calientes luego de la desecación de la Laguna de
Magdalena. Ni modo. Fue triunfo para unos cuantos y desastre para
la mayoría. Pues bien, esas polvaredas
repentinas se originaron hace mucho tiempo como castigo a Segismundo
Sagaste.
Alto y muscular, un poco pelirrojo, Segismundo
Sagaste se había iniciado en la cacería casi desde niño. Los zitos caían por cientos en sus redes. El
arco suplió a la resortera en su adolescencia.
Ya mayor los animales comenzaron a reconocer su pisada y a tratar de
huir porque no lo lograban. Poco a poco
Segismundo se hizo de un grupo de hombres y mujeres que talaban bosques y los
quemaban con tal de acorralar las piezas de caza que luego serían devoradas y
sus pieles y restos mostradas como trofeos de caza.
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Cazador por Joaachim von Sandrart |
La espesura de la selva magdalenense y circundante
comenzó a medrar y los animales fueron desapareciendo gravemente. Un buen día,
los pocos animales acudieron en
tropel al Creador para darle la queja y es que Segismundo Sagaste y sus
amigos estaban por hacerlos desaparecer.
Y ocurrió que a la mañana siguiente iba Segismundo
Sagaste tras sus lebreles, con arco en mano, hacha en la cadera y botas
altas. Llevaba de la brida a su caballo
y era seguido por su séquito de cazadores.
A lo lejos vió un hermoso venado.
Altivo, el venado le fijó la mirada al cazador. Por alguna razón los lebreles no le habían alcanzado.
Luego de cruzar las miradas el venado comenzó a trotar en el sentido contrario
a Segismundo. Sagaste montó rápidamente
seguido por sus cazadores pero el venado no huía.
En la espesura de las selvas del Bermejo se perdió
el magnífico animal y Segismundo no dudó en entrar a buscarle. Ya se imaginaba las magras carnes al fuego,
el olor, el sabor, la piel en alguna capa o en unas botas y la cabeza,
disecada, colgada como trofeo. Ninguno de
los acompañantes le siguió.
En un claro apareció una cascadilla que nunca había
visto. Un laguillo se hacía en el vaso
donde las gotas de agua caían por millardos y ahí, casi al alcance de la mano,
el venado. Tensó el arco, dispuso la
flecha y el venado volvió a verlo a los ojos.
Sorprendido, Sagaste, dejó caer el arco y se puso de rodillas. Sobre la frente del animal una cruz
brillantísima se había colocado. Una voz
antigua le reclamaba:
-¿Por qué destruyes lo que yo he creado?
Los cabellos se le erizaron, un sudor frío recorrió
su cuerpo y no podía moverse. El venado
coronado por la cruz se acercaba con paso seguro. Estaba como una estatua. Pánico se apoderó de él:
-¡Ni una pieza más ni para ti ni para los tuyos!
¡Ninguno de estos animales morirá por tus armas o yo te cobraré caro por su
vida!
La oscuridad a pleno mediodía se hizo para él. Confundido y tembloroso avanzó sin saber a
donde hasta que lo encontraron sus amigos.
No entendían lo que le había pasado.
Tres días estuvo pasmado en casa con peligro de muerte. Por fin se levantó y preparó sus armas. La alegría volvió a su casa y sus amigos se
prepararon para salir de cacería.
Segismundo se negó.
La selva volvió a bullir de vida. Los bosques cercanos se llenaron de nuevo de
las bestias que antaño la habían poblado.
Vagaba el cervatillo con su madre, las liebres, los pumas, los osos,
armadillos, tejones, coyotes, lobos y jabalíes.
Sagaste iba de vez en vez al bosque y las liebres y los cervatillos
corrían ante él sabedores de que nada les iba a hacer.
Pasaron los años y una tarde, celebrándose una misa
en el campo, poniéndose de rodillas se le presentó la más poderosa liebre jamás
vista. Altanera alzó las orejas ante él
y sin miedo alguno se puso entre el Cura y Segismundo. Un impulso alzó su brazo, como un resorte
retiró la flecha del carcaj y tensó el arco.
Justo se elevaba la hostia consagrada cuando la punta de la flecha
apuntaba al precioso animal. Raudo
corrió y Sagaste se levantó tras él.
Siendo mayo, el polvo que levantaba la liebre huyendo de Segismundo y
Sagaste corriendo tras la pieza se levantaba en alto. En vano le gritaban a Sagaste que se
detuviera. El impulso humano pudo más en
él que el temor al castigo.
Cuando en el campo te encuentras con un hilillo de
polvo como marcando un camino, es Segismundo Sagaste que, castigado por el
ciego deseo de hacer voluntad en contra del Creador, sigue corriendo
eternamente tras la liebre a la que nunca dará alcance. A veces, la liebre se detiene a descansar y
Segismundo se enfrasca en una lucha con ella y entonces el polvo hace remolinos
tan altos que llegan al cielo.
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Fotografía tomada de mexico.pueblosamerica.com |