sábado, 13 de mayo de 2017

Segismundo Sagaste corre por los campos de Magdalena

¿Has visto como vuelan unos hilillos de polvo que surgen casi de la nada? En esta temporada de estío es común en Magdalena que las polvaredas acompañen las tardes calurosas.  Son así de calientes luego de la desecación de la Laguna de Magdalena.  Ni modo.  Fue triunfo para unos cuantos y desastre para la mayoría.  Pues bien, esas polvaredas repentinas se originaron hace mucho tiempo como castigo a Segismundo Sagaste. 

Alto y muscular, un poco pelirrojo, Segismundo Sagaste se había iniciado en la cacería casi desde niño.  Los zitos caían por cientos en sus redes. El arco suplió a la resortera en su adolescencia.  Ya mayor los animales comenzaron a reconocer su pisada y a tratar de huir porque no lo lograban.  Poco a poco Segismundo se hizo de un grupo de hombres y mujeres que talaban bosques y los quemaban con tal de acorralar las piezas de caza que luego serían devoradas y sus pieles y restos mostradas como trofeos de caza.

Cazador por Joaachim von Sandrart




La espesura de la selva magdalenense y circundante comenzó a medrar y los animales fueron desapareciendo gravemente.  Un buen día,  los pocos animales acudieron en  tropel al Creador para darle la queja y es que Segismundo Sagaste y sus amigos estaban por hacerlos desaparecer.

Y ocurrió que a la mañana siguiente iba Segismundo Sagaste tras sus lebreles, con arco en mano, hacha en la cadera y botas altas.  Llevaba de la brida a su caballo y era seguido por su séquito de cazadores.  A lo lejos vió un hermoso venado.  Altivo, el venado le fijó la mirada al cazador.  Por alguna razón los lebreles no le habían alcanzado. Luego de cruzar las miradas el venado comenzó a trotar en el sentido contrario a Segismundo.  Sagaste montó rápidamente seguido por sus cazadores pero el venado no huía.

En la espesura de las selvas del Bermejo se perdió el magnífico animal y Segismundo no dudó en entrar a buscarle.  Ya se imaginaba las magras carnes al fuego, el olor, el sabor, la piel en alguna capa o en unas botas y la cabeza, disecada, colgada como trofeo.  Ninguno de los acompañantes le siguió.



En un claro apareció una cascadilla que nunca había visto.  Un laguillo se hacía en el vaso donde las gotas de agua caían por millardos y ahí, casi al alcance de la mano, el venado.  Tensó el arco, dispuso la flecha y el venado volvió a verlo a los ojos.  Sorprendido, Sagaste, dejó caer el arco y se puso de rodillas.  Sobre la frente del animal una cruz brillantísima se había colocado.  Una voz antigua le reclamaba:

-¿Por qué destruyes lo que yo he creado?

Los cabellos se le erizaron, un sudor frío recorrió su cuerpo y no podía moverse.  El venado coronado por la cruz se acercaba con paso seguro.  Estaba como una estatua.  Pánico se apoderó de él:

-¡Ni una pieza más ni para ti ni para los tuyos! ¡Ninguno de estos animales morirá por tus armas o yo te cobraré caro por su vida!

La oscuridad a pleno mediodía se hizo para él.  Confundido y tembloroso avanzó sin saber a donde hasta que lo encontraron sus amigos.  No entendían lo que le había pasado.  Tres días estuvo pasmado en casa con peligro de muerte.  Por fin se levantó y preparó sus armas.  La alegría volvió a su casa y sus amigos se prepararon para salir de cacería.  Segismundo se negó.

La selva volvió a bullir de vida.  Los bosques cercanos se llenaron de nuevo de las bestias que antaño la habían poblado.  Vagaba el cervatillo con su madre, las liebres, los pumas, los osos, armadillos, tejones, coyotes, lobos y jabalíes.  Sagaste iba de vez en vez al bosque y las liebres y los cervatillos corrían ante él sabedores de que nada les iba a hacer.

Pasaron los años y una tarde, celebrándose una misa en el campo, poniéndose de rodillas se le presentó la más poderosa liebre jamás vista.  Altanera alzó las orejas ante él y sin miedo alguno se puso entre el Cura y Segismundo.  Un impulso alzó su brazo, como un resorte retiró la flecha del carcaj y tensó el arco.  Justo se elevaba la hostia consagrada cuando la punta de la flecha apuntaba al precioso animal.  Raudo corrió y Sagaste se levantó tras él.  Siendo mayo, el polvo que levantaba la liebre huyendo de Segismundo y Sagaste corriendo tras la pieza se levantaba en alto.  En vano le gritaban a Sagaste que se detuviera.  El impulso humano pudo más en él que el temor al castigo.


Cuando en el campo te encuentras con un hilillo de polvo como marcando un camino, es Segismundo Sagaste que, castigado por el ciego deseo de hacer voluntad en contra del Creador, sigue corriendo eternamente tras la liebre a la que nunca dará alcance.  A veces, la liebre se detiene a descansar y Segismundo se enfrasca en una lucha con ella y entonces el polvo hace remolinos tan altos que llegan al cielo.


Fotografía tomada de mexico.pueblosamerica.com

sábado, 6 de mayo de 2017

San Antonio La Quemada...

Cada noche una llama flotante pasea por el arroyo del Guajical.   Surge violenta desde las aguas contenidas en la represa que el rey don Carlos III mandara hacer en su tiempo.  La llama que pende en el aire se mueve lentamente, haciéndose notar a quien tenga la desdicha de verla.  Como si la llevara un paso cansado, sigue la margen del arroyo y se pega a la Vieja Capitanía donde hubo molino y hoy es templo.  Como dudando, se acerca al arco del puente del Borbón y sigue su camino bajo él.  Allá se logra ver como desaparece a lo lejos.  Quien se ha enfrentado a ella o quien ha tratado de seguirla buscando la relación de oro y plata por la que se cree ha sido condenada a vagar por la eternidad, debe resistir el pavor de sus reclamos.

Hace muchos años vivía en San Antonio de Coatlán una muchacha que hubiera sido como cualquier otra pero cargaba en sí el amargo don de la belleza.  Hija de un mulato y una criolla, su mestizaje le había dado el candor del baile, del canto y del saber.  Era apenas una entre su grupo de hermanos y hermanas que la cuidaban como al tesoro más preciado de su casa. Las guirnaldas de flores y los versos la cuidaron desde siempre.

Pero también desde siempre, el corazón humano trata de condenar lo que le es ajeno.  Aquello que no le es propio o lo que lo hace sentir inferior.  La familia de esa joven, que nombraremos Selene, si bien no era rica, al menos nada le faltaba y su riqueza era de la que “Dios da” es decir, sin perjuicio de nadie.  Su aparición en cualquier convite público o hasta en misa provocaba los más ardorosos celos del resto de las muchachas de su edad. 

Llegó el tiempo en que debía casarse.  Las bodas de sus amigas se celebraban una tras otra y a ninguna era invitada su familia.  Pero las entradas y salidas de pretendientes a su casa lograron envenenar el alma de las casaderas, las alcahuetas y las madres.  Tal riada de pretendientes llegó a que en los chismes la llamaran “prostituta” y eso no detuvo el continuo andar de los que pedían su mano.

Llegó el día en que la familia tuvo que prohibir a Selene salir de casa. Era peligroso.  Selene se había decidido ya por uno de los pretendientes y se corrían amonestaciones e investigaciones.  Andrés, el prometido, era todo lo que las muchachas de San Antonio habían deseado.  Una tarde en que Selene regresaba de Magdalena donde había comprado la manta para su boda, recibió una pedrada en la cabeza.  Los ánimos de su familia y la del prometido llevaron a tal tensión al pueblo de San Antonio que se temía en cualquier momento una riña o un asesinato.

La abuela de Selene, mulata vieja de cuerpo entero y aún con fuerza, maldijo al pueblo en el caso de que algo le ocurriera a su nieta.   La noticia de la maldición acarreó más recelo a la muchacha ahora acusada de bruja.  Pero las mujeres juntas resultan más brujas que una sola y en vísperas de la boda, estando Selene sola con su abuela en casa, la sacaron y la arrojaron a la noria frente a la Capitanía.  Solo su abuela dando voces tras el montón de embravecidas damas la siguió pero nada pudo hacer. 
Cuando el cuerpo de su hija caía al pozo, maldijo por tres veces a las mujeres de San Antonio.  A ellas, a sus maridos y a sus hijos.  El cuerpo de Selene al tocar el agua se transformó en una llama viva que abrasó todo a su alcance y marcó las caras de sus asesinas.

Una noria virreinal, influencia árabe, quizá así lució el lugar a donde fue arrojada la protagonista de la leyenda.
Foto de Antonio Velez in objetivomalaga.diarioisur.es

La noticia de la muerte de Selene desató una ola de violencia.  Algunos maridos de las recién casadas fueron asesinados por venganza.  Las recién casadas muchas embarazadas, sucumbieron ardiendo lentamente en el fuego de la fiebre de la viruela o de las temibles “fiebre cuartanas” tras un parto mal logrado donde el niño o niña nacía muerto, como si fuera papel reseco por el tiempo.

Las pocas sobrevivientes arrodilladas imploraban perdón a la vieja negra, a la familia y prometido de los que solo recibieron llanto:

  -Allá vayan y pidánselo a ella-

 dijo una vez Andrés quien cargaba ya en su alma más de 20 muertes por causa de su prometida

 -Allá vayan y búsquenla al mundo a donde la han mandado-

Desesperadas, fueron una noche a donde la habían tirado.  Temían que, al no haber recibido sepultura, su alma siguiera vagando y vengándose. Planeaban pedirle perdón dándole sepultura.  Pero el cuerpo había sido consumido por el fuego que las había marcado.

Allá fueron y de repente, sin saber cómo ni de donde, Selene apareció radiante sentada entre ellas.  Les preguntó por Andrés y dos de ellas corrieron a buscarlo.  Lo trajeron y la noticia de la aparición se propagó rápidamente.  En tropel iba el pueblo a La Noria pero la Abuela contuvo a su familia.  Andrés lloraba de felicidad al ver a Selene.  La estrechó contra su pecho y se fundió en un largo beso.  La pareja comenzó a andar al sur, al lugar de los muertos y tras ellos un séquito de mujeres le seguían. 

Cuando el grueso del pueblo llegó a la Noria vieron solo los cádaveres de Selene y Andrés tomados de la mano.  De las mujeres no había rastro.  San Antonio se cubrió de luto y llanto.  Decían que en una macabra procesión,  la pareja violentada se había llevado a sus acusadoras en una procesión de boda al más allá y San Antonio se llenó de viudos y se hizo un pueblo casi fantasma.


Desde entonces el fuego fatuo de la represa sigue el mismo camino que un día siguieron las jóvenes llenas de odio hacia una muchacha que no les tomaba importancia.  Desde entonces, dicen, San Antonio trocó su nombre en La Quemada.

Una serena puerta que no da a ninguna parte se puede observar en la antigua hacienda de La Quemada.
Foto de Ezequiel Barba García.