sábado, 6 de mayo de 2017

San Antonio La Quemada...

Cada noche una llama flotante pasea por el arroyo del Guajical.   Surge violenta desde las aguas contenidas en la represa que el rey don Carlos III mandara hacer en su tiempo.  La llama que pende en el aire se mueve lentamente, haciéndose notar a quien tenga la desdicha de verla.  Como si la llevara un paso cansado, sigue la margen del arroyo y se pega a la Vieja Capitanía donde hubo molino y hoy es templo.  Como dudando, se acerca al arco del puente del Borbón y sigue su camino bajo él.  Allá se logra ver como desaparece a lo lejos.  Quien se ha enfrentado a ella o quien ha tratado de seguirla buscando la relación de oro y plata por la que se cree ha sido condenada a vagar por la eternidad, debe resistir el pavor de sus reclamos.

Hace muchos años vivía en San Antonio de Coatlán una muchacha que hubiera sido como cualquier otra pero cargaba en sí el amargo don de la belleza.  Hija de un mulato y una criolla, su mestizaje le había dado el candor del baile, del canto y del saber.  Era apenas una entre su grupo de hermanos y hermanas que la cuidaban como al tesoro más preciado de su casa. Las guirnaldas de flores y los versos la cuidaron desde siempre.

Pero también desde siempre, el corazón humano trata de condenar lo que le es ajeno.  Aquello que no le es propio o lo que lo hace sentir inferior.  La familia de esa joven, que nombraremos Selene, si bien no era rica, al menos nada le faltaba y su riqueza era de la que “Dios da” es decir, sin perjuicio de nadie.  Su aparición en cualquier convite público o hasta en misa provocaba los más ardorosos celos del resto de las muchachas de su edad. 

Llegó el tiempo en que debía casarse.  Las bodas de sus amigas se celebraban una tras otra y a ninguna era invitada su familia.  Pero las entradas y salidas de pretendientes a su casa lograron envenenar el alma de las casaderas, las alcahuetas y las madres.  Tal riada de pretendientes llegó a que en los chismes la llamaran “prostituta” y eso no detuvo el continuo andar de los que pedían su mano.

Llegó el día en que la familia tuvo que prohibir a Selene salir de casa. Era peligroso.  Selene se había decidido ya por uno de los pretendientes y se corrían amonestaciones e investigaciones.  Andrés, el prometido, era todo lo que las muchachas de San Antonio habían deseado.  Una tarde en que Selene regresaba de Magdalena donde había comprado la manta para su boda, recibió una pedrada en la cabeza.  Los ánimos de su familia y la del prometido llevaron a tal tensión al pueblo de San Antonio que se temía en cualquier momento una riña o un asesinato.

La abuela de Selene, mulata vieja de cuerpo entero y aún con fuerza, maldijo al pueblo en el caso de que algo le ocurriera a su nieta.   La noticia de la maldición acarreó más recelo a la muchacha ahora acusada de bruja.  Pero las mujeres juntas resultan más brujas que una sola y en vísperas de la boda, estando Selene sola con su abuela en casa, la sacaron y la arrojaron a la noria frente a la Capitanía.  Solo su abuela dando voces tras el montón de embravecidas damas la siguió pero nada pudo hacer. 
Cuando el cuerpo de su hija caía al pozo, maldijo por tres veces a las mujeres de San Antonio.  A ellas, a sus maridos y a sus hijos.  El cuerpo de Selene al tocar el agua se transformó en una llama viva que abrasó todo a su alcance y marcó las caras de sus asesinas.

Una noria virreinal, influencia árabe, quizá así lució el lugar a donde fue arrojada la protagonista de la leyenda.
Foto de Antonio Velez in objetivomalaga.diarioisur.es

La noticia de la muerte de Selene desató una ola de violencia.  Algunos maridos de las recién casadas fueron asesinados por venganza.  Las recién casadas muchas embarazadas, sucumbieron ardiendo lentamente en el fuego de la fiebre de la viruela o de las temibles “fiebre cuartanas” tras un parto mal logrado donde el niño o niña nacía muerto, como si fuera papel reseco por el tiempo.

Las pocas sobrevivientes arrodilladas imploraban perdón a la vieja negra, a la familia y prometido de los que solo recibieron llanto:

  -Allá vayan y pidánselo a ella-

 dijo una vez Andrés quien cargaba ya en su alma más de 20 muertes por causa de su prometida

 -Allá vayan y búsquenla al mundo a donde la han mandado-

Desesperadas, fueron una noche a donde la habían tirado.  Temían que, al no haber recibido sepultura, su alma siguiera vagando y vengándose. Planeaban pedirle perdón dándole sepultura.  Pero el cuerpo había sido consumido por el fuego que las había marcado.

Allá fueron y de repente, sin saber cómo ni de donde, Selene apareció radiante sentada entre ellas.  Les preguntó por Andrés y dos de ellas corrieron a buscarlo.  Lo trajeron y la noticia de la aparición se propagó rápidamente.  En tropel iba el pueblo a La Noria pero la Abuela contuvo a su familia.  Andrés lloraba de felicidad al ver a Selene.  La estrechó contra su pecho y se fundió en un largo beso.  La pareja comenzó a andar al sur, al lugar de los muertos y tras ellos un séquito de mujeres le seguían. 

Cuando el grueso del pueblo llegó a la Noria vieron solo los cádaveres de Selene y Andrés tomados de la mano.  De las mujeres no había rastro.  San Antonio se cubrió de luto y llanto.  Decían que en una macabra procesión,  la pareja violentada se había llevado a sus acusadoras en una procesión de boda al más allá y San Antonio se llenó de viudos y se hizo un pueblo casi fantasma.


Desde entonces el fuego fatuo de la represa sigue el mismo camino que un día siguieron las jóvenes llenas de odio hacia una muchacha que no les tomaba importancia.  Desde entonces, dicen, San Antonio trocó su nombre en La Quemada.

Una serena puerta que no da a ninguna parte se puede observar en la antigua hacienda de La Quemada.
Foto de Ezequiel Barba García.

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