Hubo un jesuita magdalenense de apellido Maldonado. Volvía de Filipinas por allá de los años de
1740. Poquitos después del prodigioso sudor de gotas de color de sangre del
Señor Milagroso. El padre Maldonado fue destinado a la Casa de
la Compañía de Jesús en Manila, Filipinas.
La obra jesuita en Filipinas buscaba establecer contactos con las cortes
de China y restablecer las comunidades
católicas de Japón. La tarea de un
jesuita no era fácil, mucho menos en el perverso mundo filipino.
Allá, en Filipinas, guiados por europeos, chinos y japoneses creaban
las enormes naos que debían regresar
cargadas de porcelanas, tallas de madera estofada, sedas y especias para
América año tras año. Fue gracias a un
jesuita que se descubrió la corriente marina que llevaba y traía lo más rápido
posible a las naos o galeones de Manila a Acapulco o de regreso.
El padre Maldonado regresaba a México cumpliendo órdenes en un galeón
llamado la “Sacra Familia” (el portugués
seguía de moda). Los alarifes europeos
trataban de aprovechar al máximo el espacio en los galeones que surcaban los mares. De una vez debían traer lo más que podían. Por
eso, la cubierta del Sacra Familia se
había hecho completamente de madera de sándalo.
El viaje se había hecho sin ningún contratiempo. Tras las penurias del largo paso de la Mar del Sur (así llamaban al
Océano Pacífico) las naves se acercaban a una cierta distancia de la playa para
navegar siguiendo el litoral. Era por
seguridad. Estando cerca de la playa, si
había algún accidente, se podía rescatar la mayor parte de vidas y mercancías. Las Naos de Manila viajaban juntas y resguardadas
por naves militares. Se acercaban a la
costa del Pacífico a la altura de San Francisco, California y seguían su
derrotero al Sur. San Blas, era un punto
donde hacían “aguada” aprovechando el puerto natural que era. Al acercarse, los capitanes enviaban a la
costa las embarcaciones pequeñas para comprar carne seca y agua potable.
El padre Maldonado quizá se sintió emocionado de saber que estaba cerca
del lugar donde había nacido. Pero la
naturaleza les iba a hacer una mala pasada.
El Sacra Familia no podía ser
controlado. Al parecer, un cambio en el
lastre (lo que servía para darle estabilidad a la nave en el mar) lo estaba
llevando a pique. La emergencia se hizo
palpable. Las demás naos ya habían
zarpado y no alcanzarían a regresar para rescatar a los naúfragos y su valiosa carga.
La desesperación hizo presa de los viajeros. En un último esfuerzo el capitán trató de
encallar la nave en la costa. Era una
carrera contra el tiempo. Encallar la
nave no era seguro. El tonelaje haría
que el casco se desgajara y con seguridad habría vidas perdidas. Nada aseguraba que el plan la mantuviera a
flote al menos el tiempo suficiente para rescatar las vidas que cargaba. El tiempo apremiaba. El tesoro de Asia ya no importaba había que
salvar vidas.
El padre Maldonado pidió que se jurara al Señor Milagroso que, si
salían todos y cada uno de los viajeros con vida de aquel trance, irían de allí
a su santuario a pie. La desesperación
hizo que todos lo prometieran. Como si
de un hechizo se tratara, el Sacra
Familia fue llevado casi con suavidad hasta una playa rocosa. El golpe duro de la nave contra las rocas
estremeció a todos pero el Sacra Familia se había sostenido a flote en el último
momento. El resto de la flota regresó a
salvar lo que se pudiera de las mercaderías mientras los naúfragos, ya en
tierra, deshaciéndose en llantos de agradecimiento preparaban su larga
procesión a Magdalena.
Un mercader, dialogaba airadamente con el capitán de la nave. En su desesperación, había prometido llevar parte de la madera de
sándalo hasta Magdalena. El Capitán era
responsable de que la madera se entregara en su totalidad, pero entendía
también que si no hubiera sido por la intervención del Señor Milagroso toda la
nave y las vidas se hubieran perdido.
Contrataron los arrieros que hubo en San Blas y decidieron que solo se llevaría
al Santuario del Señor Milagroso la madera que se pudiera cargar. Al fin que, El que había salvado la nave,
podía cobrarse el precio que quisiese. Así,
subió una procesión desde San Blas a Magdalena en la mitad del siglo XVIII con el fin de cumplir un voto al Señor
Milagroso. Con ellos, algunas carretas
cargadas de madera de sándalo fueron donadas al templo.
Los naúfragos pagaron la hechura de una lámpara de plata en forma de
nao para recordar el maravilloso suceso.
El sándalo suplió al antiguo piso de madera del templo. Durante mucho tiempo la lámpara de plata en
forma de nave, adornó el templo del Señor Milagroso y el crujir del piso
despedía un aroma singular. Pero llegaron
las modernidades. Nuevos curas se
hicieron cargo del Santuario. Las crisis
fundieron la nave de plata. El piso de
madera del templo del Señor Milagroso se hizo añicos para poner uno de mármol
de Carrara más moderno, más luminoso según decían. Y se perdieron los recuerdos de aquella
mañana cuando una nave rica estuvo a punto de perderse en la Mar del Sur y el
brazo del Santo Cristo salvó vidas y caudales.
La historia del naufragio del Sacra
familia llegó a mi por cuentas de mi tía Guadalupe Ayala. No es raro encontrar narraciones como estás
en casi todos los santuarios americanos dedicados a la Virgen o a
Jesucristo. Los impresionantes actos de
piedad popular como esas procesiones largas que hoy nos pueden parecer
imposibles eran también comunes.
Sorpredentemente sí hubo un padre de apellido Maldonado oriundo de
Magdalena, de la Compañía de Jesús y que estuvo en Filipinas. De la lámpara de plata en forma de nave no
hay registro alguno. En 1754, fray Juan Barbosa cambió el piso de madera
del templo del Señor Milagroso por uno nuevo a pesar de que profesaba que eran
en extremo pobres. Ese piso de madera
fue él mismo que se hizo girones para poner el de mármol de Carrara. Algunos recuerdan que partes de ese piso se
quemaron y que despedían un olor fascinante.
“Escruta el pasado, pregunta a tus padres” aconseja el Libro.
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