lunes, 31 de julio de 2017

"Estás muerto"

Allí, en el cruce de las calles que hoy se llaman Allende e Independencia se localiza un billar muy conocido por todos los magdalenenses.  A principios del siglo XX era una casa como todas.  Bueno, como casi todas las de Magdalena.  En ella vivía Amparo con su familia materna.  El color de su tez, los ojos avellanados y el cabello negro de destellos azules habían cautivado a más de uno.

Hija de un rico hacendado que había fallecido a poco, su madre y ella tuvieron que retirarse a esa finca que, aunque reducida, tenía todos los servicios para su estilo de vida.  De un lado el fuerte muro dividía de la calle.  Por el frente pasaba la que entonces se llamaba todavía “Calle Real” y ya comenzaban a conocer como la de la Independencia.  Seis largas ventanas se colocaban en fila.  De frente, al lado izquierdo, parecía que una de ellas se había hecho más larga para hacer el ingreso principal.

Las largas ventanas de madera tenían sus postigos, unas pequeñas ventanitas que podían abrirse sin necesidad de apartar toda la larga hoja de madera.  Obviamente estaban protegida por los barandales de hierro tan clásicos en las casas mexicanas.  Era por ese postigo por donde, por las noches, podían platicar.  La casa de Amparo era sin embargo, algo más liberal y se permitía que las muchachos o muchachos abrieran de par en par las ventanas.

Anselmo le hacía la corte a Amparo.  Quería impresionarla y enamorarla.  Pasaba todos los días camino de su parcela haciendo un largo rodeo frente a su casa.  El caballo enajezado y él con sus mejores ropas cual si fuera domingo.  Se portaba espléndido ante la mirada femenina que parecía ignorarlo.  Cierta vez la encontró yendo a la plaza por las compras de la casa y la siguió a caballo.  Él le hablaba pero ella lo ignoraba.  Quiso entonces darle un “jalón” del brazo y ella, con más fuerza, lo tiró del caballo.  Anselmo se levantó rápidamente sorprendido:

-¿Te parecen modales hablarme desde lo alto de tu bestia? Mejor vente a pie conmigo y carga.  Acomidete a algo.

Así, Anselmo y Amparo comenzaron a ser amigos y se les veía platicar en la ventana de su casa cuando él volvía de sus labores de campo. 

No fue mucho tiempo ni fueron muchas veces.  Al caer una tarde Anselmo no llegó y Amparo se quedó esperando en la ventana.  Esa misma noche (era un sábado).  Tras encender las luces de la casa, cayó el sereno acompañado de un neblina rara.  Entre el vapor de agua parecían que los sonidos se hacían mudos o desparecían de pronto.  Amparo se sintió repentinamente cansada y se retiró a su habitación.  Cesarea, su tía iba con ella.

Al rato de platica se oyeron dos golpes en la ventana de madera:

-¡No abras! – dijo Cesarea- Ha de ser la muerte porque solo tocó dos veces (y soltaron una leve carcajada)

Haciendo señas Amparo le mandó se escondiera tras la otra de la ventana.  Se aliñó rápidamente el cabello y abrió la ventana.  Ahí estaba Anselmo.  Pálido.  Asustado. Sin caballo.

-¿Qué te pasó? ¿Qué horas son estás? ¿Qué tiene Anselmo? (le dijo sorprendida Amparo)

-No sé (respondió) yo venía de Santa María pa´cá, pa contigo.  Luego una víbora.  Creo que fue eso espantó mi caballo.  Me levanté y solo vi neblina por todos lados y comencé a caminar y caminar.  Luego me acordé que quedé en verte y caminé derechito, derechito hasta que pude ver la ventana de tu casa y aquí ando.  Contigo como dije que haría.

Amparo estaba impresionada por lo que veía.  Mientras hablaban, Cesarea había salido de su escóndite para ver a Anselmo.  Un tenue cordón dorado estaba anudado a su cintura.  Con una rápida mirada le hizo notar el detalle a Amparo.

-Anselmo (dijo Amparo) te agradezco el cumplimiento de la palabra empeñada conmigo.  No hay ningún deber conmigo. Vete por donde venías porque estás muerto.

-No, no estoy muerto todavía porque me acordé de ti y por eso vengo contigo.  Mira aquí estoy. 

Cesarea cubría los espejos de la recamara de Amparo y le sirvió un vaso con agua a Anselmo.  Él lo tomó con la mano derecha y agradeció el gesto.  El agua se consumió sin que la hubiera bebido y Anselmo se sorprendió.

-A veces, Anselmo, las almas se tardan en irse (le decía Cesarea) y están con nosotros por un tiempo para despedirse.  Verás que no estás ya con nosotros.  Repite conmigo:
“Bendice mi alma al Señor y mi espíritu se llena de gozo…”-

Anselmo solo hacía gesticulaciones con la cara.  La quijada se le trababa.  Le daba risa porque, decía, recordaba el rezo pero no lo podía decir “lo tengo en la punta de la lengua” decía y no lo podía hacer.  Así lo intentaron tres veces hasta que Amparo se cansó:

-¡Estás muerto Anselmo! ¿Viniste para que yo te dijera eso? ¿Ya viste el cordón que traes en la cintura? ¿Quieres que yo lo corté?

Anselmo asintió.  Amparo se acercó a su rostro con mucha ternura.  Posó su mano sobre su cadera izquierda y le dio un beso.  Anselmo sintió un aire fresco y su rostro se iluminó, el cordón se soltó de su cintura.  Dió un paso atrás y mientras se desaparecía entre la neblina les dijo:

-¡Vayan por mí al camino a Santa María!

La noticia corrió rápidamente pero, como suele suceder en esos casos.  Los vecinos todos tienen miedo ya nadie quiso acompañar al contigente encabezado por Cesarea y Amparo.  Dos hermanos de Anselmo, su padre y una hermana hicieron el camino a Santa María. 

Con hachones y “aparatos” iluminaban a un lado y a otro del camino.  Cuando Amparo besó a Anselmo vió algo como un árbol, sintió el frescor del agua y percibió un aroma a azucenas.  Justo bajo un árbol que crecía cerca de un arroyo estaba el cádaver de Anselmo rodeado de azucenas.  El llanto de los que lo buscaban no se hizo esperar.
Pero era de noche y si lo dejaban ahí el cuerpo podía ser devorado por las bestias del campo.  Lo envolvieron lo mejor que pudieron y lo cargaron en una camilla que arrastraba un caballo. 

-¡No apaguen las luces!- Mandaba enérgica Cesarea-Iluminen su camino que no se apaguen las luces-


Los muertos no pueden pronunciar el nombre de D-os.  Por eso Cesarea le pedía a Anselmo que repitiera el rezo con ella. 

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