Allí, en el cruce de
las calles que hoy se llaman Allende e Independencia se localiza un billar muy
conocido por todos los magdalenenses. A
principios del siglo XX era una casa como todas. Bueno, como casi todas las de Magdalena. En ella vivía Amparo con su familia
materna. El color de su tez, los ojos
avellanados y el cabello negro de destellos azules habían cautivado a más de
uno.
Hija de un rico
hacendado que había fallecido a poco, su madre y ella tuvieron que retirarse a
esa finca que, aunque reducida, tenía todos los servicios para su estilo de
vida. De un lado el fuerte muro dividía
de la calle. Por el frente pasaba la que
entonces se llamaba todavía “Calle Real” y ya comenzaban a conocer como la de
la Independencia. Seis largas ventanas
se colocaban en fila. De frente, al lado
izquierdo, parecía que una de ellas se había hecho más larga para hacer el
ingreso principal.
Las largas ventanas
de madera tenían sus postigos, unas pequeñas ventanitas que podían abrirse sin
necesidad de apartar toda la larga hoja de madera. Obviamente estaban protegida por los
barandales de hierro tan clásicos en las casas mexicanas. Era por ese postigo por donde, por las
noches, podían platicar. La casa de
Amparo era sin embargo, algo más liberal y se permitía que las muchachos o
muchachos abrieran de par en par las ventanas.
Anselmo le hacía la
corte a Amparo. Quería impresionarla y
enamorarla. Pasaba todos los días camino
de su parcela haciendo un largo rodeo frente a su casa. El caballo enajezado y él con sus mejores
ropas cual si fuera domingo. Se portaba
espléndido ante la mirada femenina que parecía ignorarlo. Cierta vez la encontró yendo a la plaza por
las compras de la casa y la siguió a caballo.
Él le hablaba pero ella lo ignoraba.
Quiso entonces darle un “jalón” del brazo y ella, con más fuerza, lo
tiró del caballo. Anselmo se levantó
rápidamente sorprendido:
-¿Te parecen modales
hablarme desde lo alto de tu bestia? Mejor vente a pie conmigo y carga. Acomidete a algo.
Así, Anselmo y
Amparo comenzaron a ser amigos y se les veía platicar en la ventana de su casa
cuando él volvía de sus labores de campo.
No fue mucho tiempo
ni fueron muchas veces. Al caer una
tarde Anselmo no llegó y Amparo se quedó esperando en la ventana. Esa misma noche (era un sábado). Tras encender las luces de la casa, cayó el
sereno acompañado de un neblina rara.
Entre el vapor de agua parecían que los sonidos se hacían mudos o
desparecían de pronto. Amparo se sintió
repentinamente cansada y se retiró a su habitación. Cesarea, su tía iba con ella.
Al rato de platica
se oyeron dos golpes en la ventana de madera:
-¡No abras! – dijo Cesarea-
Ha de ser la muerte porque solo tocó dos veces (y soltaron una leve carcajada)
Haciendo señas
Amparo le mandó se escondiera tras la otra de la ventana. Se aliñó rápidamente el cabello y abrió la ventana. Ahí estaba Anselmo. Pálido.
Asustado. Sin caballo.
-¿Qué te pasó? ¿Qué horas
son estás? ¿Qué tiene Anselmo? (le dijo sorprendida Amparo)
-No sé (respondió)
yo venía de Santa María pa´cá, pa contigo.
Luego una víbora. Creo que fue
eso espantó mi caballo. Me levanté y
solo vi neblina por todos lados y comencé a caminar y caminar. Luego me acordé que quedé en verte y caminé
derechito, derechito hasta que pude ver la ventana de tu casa y aquí ando. Contigo como dije que haría.
Amparo estaba
impresionada por lo que veía. Mientras
hablaban, Cesarea había salido de su escóndite para ver a Anselmo. Un tenue cordón dorado estaba anudado a su
cintura. Con una rápida mirada le hizo
notar el detalle a Amparo.
-Anselmo (dijo
Amparo) te agradezco el cumplimiento de la palabra empeñada conmigo. No hay ningún deber conmigo. Vete por donde
venías porque estás muerto.
-No, no estoy muerto
todavía porque me acordé de ti y por eso vengo contigo. Mira aquí estoy.
Cesarea cubría los
espejos de la recamara de Amparo y le sirvió un vaso con agua a Anselmo. Él lo tomó con la mano derecha y agradeció el
gesto. El agua se consumió sin que la
hubiera bebido y Anselmo se sorprendió.
-A veces, Anselmo,
las almas se tardan en irse (le decía Cesarea) y están con nosotros por un
tiempo para despedirse. Verás que no
estás ya con nosotros. Repite conmigo:
“Bendice mi alma al
Señor y mi espíritu se llena de gozo…”-
Anselmo solo hacía
gesticulaciones con la cara. La quijada
se le trababa. Le daba risa porque,
decía, recordaba el rezo pero no lo podía decir “lo tengo en la punta de la
lengua” decía y no lo podía hacer. Así
lo intentaron tres veces hasta que Amparo se cansó:
-¡Estás muerto
Anselmo! ¿Viniste para que yo te dijera eso? ¿Ya viste el cordón que traes en
la cintura? ¿Quieres que yo lo corté?
Anselmo
asintió. Amparo se acercó a su rostro
con mucha ternura. Posó su mano sobre su
cadera izquierda y le dio un beso.
Anselmo sintió un aire fresco y su rostro se iluminó, el cordón se soltó
de su cintura. Dió un paso atrás y
mientras se desaparecía entre la neblina les dijo:
-¡Vayan por mí al
camino a Santa María!
La noticia corrió
rápidamente pero, como suele suceder en esos casos. Los vecinos todos tienen miedo ya nadie quiso
acompañar al contigente encabezado por Cesarea y Amparo. Dos hermanos de Anselmo, su padre y una
hermana hicieron el camino a Santa María.
Con hachones y “aparatos”
iluminaban a un lado y a otro del camino.
Cuando Amparo besó a Anselmo vió algo como un árbol, sintió el frescor
del agua y percibió un aroma a azucenas.
Justo bajo un árbol que crecía cerca de un arroyo estaba el cádaver de
Anselmo rodeado de azucenas. El llanto
de los que lo buscaban no se hizo esperar.
Pero era de noche y
si lo dejaban ahí el cuerpo podía ser devorado por las bestias del campo. Lo envolvieron lo mejor que pudieron y lo
cargaron en una camilla que arrastraba un caballo.
-¡No apaguen las
luces!- Mandaba enérgica Cesarea-Iluminen su camino que no se apaguen las
luces-
Los muertos no
pueden pronunciar el nombre de D-os. Por
eso Cesarea le pedía a Anselmo que repitiera el rezo con ella.
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