sábado, 16 de junio de 2018

Un sobre cerrado


Pedro Ayala se llamaba.  Herrero de profesión. No era muy alto. Tez blanca casi amarillenta. De Fuertes músculos y ojos café claro.  Muy de madrugada llegaron los Federales a su fragua 42 caballos para calzarles de herraduras tenía frente a él.

Cesaréa Leal su esposa los veía con ojos penetrantes, almendrados, incendiados.  Su figura entallada en la falda larga no temía a la presencia de los soldados y ellos no dudaban en mostrar la incomodidad que les causaba:

-Señora no es lugar para una mujer el lugar de trabajo de su marido- le dijo uno de ellos
-Está Usted en mi casa Señor y en mi casa soy libre de hacer- 

Para Pedro Ayala era casi un día perdido.  Si acaso le pagaban el trabajo había que enfrentarse al problema de la emisión de moneda.  Si era villista, los zapatistas no la aceptaban y si era constitucionalista para los federales no era válida.

El reloj de la Purísima sonó las 6 y 30 minutos de la tarde cuando Pedro y sus ayudantes herraron al último caballo.  Cesaréa había hecho café para todos y le regresaban los pocillos de peltre con una moneda en agradecimiento.  El jefecillo del grupo le dió un sobre cerrado a Pedro:

-Va a tener que ir a Ameca. Dinero no cargamos.  Para como están las cosas mejor ni un quinto en la bolsa.  Entregará Usted esta carta mía al Jefe Militar y él sabrá que hacer para compensarlo-




A la madrugada del día siguiente Pedro ensilló su caballo y se dirigió a Ameca.  Cesaréa y sus hijos decidieron ir a visitar a la familia a San Andrés.  Pedro llevaba el sobre con la carta de pago en la bolsa de la camisa.  Un pensamiento y otro lo distrajeron hasta que ya pasado el mediodía llegó a Ameca y se hizo anunciar con el Jefe Político. En un pasillo fue recibid. Sacó el sobre y lo entregó ceremoniosamente.  El Jefe Militar notó que el sobre estaba cerrado.  Sorprendido, miró a Pedro y este le devolvió la mirada.  Abrió el sobre y leyó.  Volvío a mirar a Pedro. Pero está vez con sorpresa.  Ante ello, pensando Pedro que dudaría de su trabajo le dijo:

-Fueron 42 caballos herrados en un solo día Señor.  Una hazaña.  Mis muchachos y yo pudimos hacerlo y estará contento con nuestro trabajo-
-Así que Usted fue quien herró los caballos ¿Por qué no abrió este sobre?- lo interpeló el jefe Militar
-Porque no iba dirigido a mi-
-Solo por su valor le daré 10 pesos de plata- le dijo ordenando se los trajeran – tomé Usted la carta y llévesela.  Vuelva pronto a Magdalena sin parar.  Ya tendrá tiempo de leerla.  Por lo demás no se preocupe si hubo desmán hágamelo saber-

Le dió una bolsa con las monedas y ante la mirada casi sarcástica del Jefe Militar Pedro Ayala pudo leer el contenido:

“Sirvase fusilar de inmediato al portador de este documento.  De su familia nosotros nos haremos cargo”


Una ola de frío recorrió el cuerpo de Pedro.  Contra toda probabilidad divisó Magdalena ya entrada la noche.  Casi lloró cuando entró a su casa  y vió a su mujer y sus dos hijos cenando a la luz del aparato:

-¿Te pagaron Pedro?- preguntó Cesaréa
-Sí
-Vente a cenar-  Pedro le dió la carta en silencio y Cesaréa leyó.  Sus ojos bailaban descifrando el papel y dijo serenamente

–Hace ratito llegamos de San Andrés.  Los soldados se fueron de Magdalena después de las 3 dicen.  Nos trajo Severo en un carro de Tomás porque ocupaba enseres de Magdalena.  Estuvo todo de la mano de Dios-

miércoles, 2 de mayo de 2018

Los viejos arroyos de Magdalena


Sepan ustedes que los reyes no fueron tontos.  Al menos no todos y entre los primeros que nos tocaron emitieron reglas de cómo debían hacerse las calles y hacerse las ciudades.  Que debía haber dos “repúblicas” una de indios y otra de españoles.  Que en ellas debía conservarse de la mejor manera posible su forma de gobierno original y que la de los españoles debía ilustrar a la de los indios en su modo de vivir cristiano.

El 16 de julio del 2016, en plena inauguración del MIPAM, la lluvia bautizó el nuevo recinto cultural de Jalisco


Ya sabemos que los corazones humanos mueven siempre a otras cosas y no siempre ocurrió así. Pero si nos quedó el trazo de algunas ciudades y pueblos muy cuidados para que se pudiera vivir bien y de buenas según su clima.  Acá en Magdalena se hizo cuadrícula y se dejaron calles angostas respetando los arroyos naturales y calles anchas para que el sol y aire pudieran darle mejor vista y mayor limpieza para la "república de españoles".

En Magdalena siempre se ha tratado de controlar las fuerzas de la naturaleza: el aire, el viento, el fuego y la tierra.  Es algo inherente al ser humano.  Con los años, con la idea de “progreso”, se trató de controlar los arroyos de temporal de Magdalena y aquellos que eran permanentes.  Todos ellos eran fuentes que iban a dar vida a la laguna de Magdalena.

Hoy basta la tormenta  o una lluvia para soltar de nuevo las compuertas de aquellas fuerzas que antes le dieron vida al pueblo y que hoy, para muchos, son estorbo.  Así con las primeras tormentas que descargan en el cerro de Santa María Magdalena o en el Viejo, saltan de nuevo las fuente primitivas de Potrerillos, el Tepiolole, el Tempizque, la Raya, las Tarjeas del Agua o el Pile. 



Aquellos permanentes del Ojo de Agua y del Tacotal siguen reventando día y noche marcando los límites de los viejos reinos de la Nueva España y de la Nueva Galicia. Todas sus aguas se juntaban por allá al sur en un lugar que por tantos juncos y carrizos le decían “Las Cañas” y que quizá derivó en la Cañita.

Esos arroyos cuyos nombres están por olvidarse y que dieron nombre a las calles por donde aún pasan dan testimonio de las palabras de Suarez de Peralta cuando en 1541 llegó a estas tierras:

“bastante de verdura y flores, apacible y llena de fuentes de agua por donde se vea tiene una gran laguna arrimada al sur que va derecho a Yssatlan y contiene yslas.  Por ella van los yndios en balsas grandes hechas de troncos que bajan de las sierras y son tan suficientes y diestros que pueden caber veinte dellos de pie y hay otras con gran embeleso llena de todos los frutos de estas tierra que van y vienen entre ellos para mercar”.





miércoles, 18 de abril de 2018

Los confetis de la Virgen del Pueblito



Su papá estaba enfermo.  Tenía ya tiempo al borde de la muerte.  Por la mañana rezaban para que lllegará a ver la luz de las estrellas y cuando cerraba los ojos rezaban para que volviera a despertar.  Ya no pedían que estuviera bien.  No rogaban que por su cura solo imprecaban que no se muriera.

Tirado cual costal de huesos con el que la muerte se deleitaba y se divertía, tenía los verdes ojos apagados.  Una pequeña tela transparente parecía que los había cubierto.  La fiebre vespertina hacía brillar los músculos morenos grabados por el trabajo.  El escalofrío le recorría el cuerpo y temblaba. 

Así pasó los rigores del invierno. Respirando con dificultad.  Sintiendo que en cada exhalación se le iba la vida y ante los ojos de sus hijas e hijos se disminuía cada vez más.  Pero los potentes músculos se recuperaban en momentos.  Se obligaba a comer “aguado” y bebía en demasía.  Así había llegado hasta las vísperas de la Cuaresma.

Una de sus hijas, desesperada,  resentida por el sufrimiento del padre emprendió con ojos llorosos un camino, ya con el sol cayendo y a pie, a Magdalena.  Vió los últimos rayos del  sol reflejarse en la moribunda laguna que tanto han violado y pisoteado los que tanto le deben a la tierra.

Apenas descansó en la plaza.  Tomó un refresco.  Se descalzó y se sobó los pies ajados por el camino.  Ya se veía a los magdalenenses partir al sur, a San Juanito.  Tenía dos opciones: pasar la noche allí y levantarse muy temprano para alcanzar a los romeros antes del alba o emprender el camino. Decidió el segundo.  Se unió a unos conocidos que portaban hachones.  Pronto dejaron atrás el caserío y se perdieron en el bosque trazando una especie de serpiente luminosa que reptaba hacía San Juan.

A medianoche alcanzaron la meta. Le rentaron unos petates y trató de descansar y de tanto en tanto pensaba si su padre era acaso ya muerto y se quedó dormida.  No escuchó el repique matinal.  No se dió cuenta de la salida de San Francisco cubierto de lienzos morados.   Ni siquiera sintió el de tropel de peregrinos acompañados en cantos que llevaban ya la milagrosa imagen de la Virgen del Pueblito a Magdalena.

Una mujer de San Juan la despertó y con ella corrió, limpiándose los ojos, a la retaguardia de la romería que trasladaba la Imagen.  Cuando alcanzaron La Joya apenas probó bocado: unas gorditas de San Juan y un café; cortaron un montón de arrayanes y un alma compadecida le dió unas guayabas para el camino. Se internaron el espeso bosque con los peregrinos retrasados.  Subieron la loma y al bajar pudieron ver que la Imagen ya desaparecía en el Ixtetal.

Cuando ellas llegaron ahí, sus huaraches ya no resistieron y se vencieron ante el filo ingente de la obsidiana.  Su pies sintieron el fragor de la tierra caliente.  A pesar del rebozo el sol les calaba y se hacían sombra con una rama de laurel.  Apretaron el paso y por fin alcanzaron a la Virgen del Pueblito cuando ya había sido colocada sobre la su peana de San Francisco. 

Los devotos se arremolinaban tratando de tocar la imagen con cierta devoción.  Ella, desesperada sentía que si se acercaba y tocada al menos la cauda su padre sanaría y se arrancó a empellones en la nutrida procesión.  Tan sólo alcanzó a tocar la peana de San Francisco y se hizo de un puño de confetis de colores.



Sin soltar su tesoro tomó camión a Tequila.  Su padre respiraba penosamente y la veía con ojos enfebrecidos.  Había dejado de hablar porque le cansaba.  Las lágrimas rodaron sobre las mejillas del enfermo.  Sin dar explicaciones ella llenó un pocillo con agua y lo puso a hervir.  Le arrojó las hojas de laurel que llenaron de aroma las estancias y adorno la pócima con los confetis que había quitado de la Virgen del Pueblito.  Dejó que bajara la temperatura y esos breves minutos le parecían eternos.

Todos en casa hablaban en voz baja.  Con la taza en las manos entró a la habitación del padre enfermo.  Se armó de valor. Se sentó a su lado; le quitó la camisa y se dio cuenta de que ardía en fiebre y sudaba a chorros.  La silueta de su padre se recortaba en la sábana blanca marcada por el humor de la enfermedad.  Seguía fuerte pero lo sintió ligerísimo al ayudarle a incorporarse un poco.  Su padre lo veía con ojos de dolor y de ternura.  Poco a poco bebió la pócima de laureles y confetis y al terminarlo un período de tos lo convulsionó.  Escupió varias veces en el suelo flemas raras de color impreciso.

La tos lo cansó y su hija lo volvió a recostar.  Para ese instante estaba ya la madre y algunos hijos a la puerta de la habitación.  Silenciosos y resignados.  Durmió que parecía ya muerto a no ser por la respiración dificultosa y sonora que poco a poco fue amainando.  Cayó la tarde y no despertaba.  Lo hacían ya muerto. 

El primer lucero se elevó en el caliente cielo tequilense mientras silenciosamente, casi fúnebres cenaban los familiares del que creían que iba a morir en cualquier momento.  Un sonido de arrastre los sorprendió: en el umbral de la cocina, cansado, con los fulgurantes ojos verdes estaba papá de pie sonriendo pidiendo un pan y un poco de leche.


Y aún las palabras de Eustolia Flores resuenan en quienes la escuchamos: “y agarre con el puño lo que pude que fue un montón de confetis con los que sabía que mi papá había de curarse”.