viernes, 30 de junio de 2017

Las 3 ovejas, un cuento para niños

Los Leal, somos muy cuidadosos al contar nuestras narraciones familiares.  De niños, en el regazo de la abuela o sentados frente a nuestros abuelos oímos una y mil historias que nos remontaban, de manera velada,  nuestra pertenencia a la perdida Sepharad  y a aquel Viejo Continente allende la Mar Oceana del que un día escaparon nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos para crear el Nuevo Mundo (que no tardaríamos en corromper y pudrir tanto o más que el Viejo).

Era ese mundo poblado de seres fantásticos que estaban al doblar de la esquina o metidos entre las vasijas de las casas.  En los bosques danzaban y habitaban América y se encontraron de manera pacífica y amorosa (al menos eso quiere pensar) con los otros seres de esta tierra.  Imagino a los duendes, las hadas y los elfos platicando con los chaneques; las sílfides, centauros y sátiros haciendo fiestas orgiásticas con los tlaloques y los seres que poblaban los aires europeos retozando con los nahuales.

Había una vez un Troll que habitaba bajo un puente de piedra.  Un Troll es un ser enorme y grotesco que de tanto no moverse y vivir cerca del agua se llenaba de musgo, de moho y de plantas de las veras de los ríos, lagunas y arroyos.  Los Trolls suelen dormir a veces por cientos de años después de comer y resulta que se confunden hasta con las rocas y ha ocurrido que hombres y mujeres se llevan buenos sustos al pararse sobre ellos  y despertarlos.



Pues este Troll, que vivía bajo ese puente, una tarde, tras una copiosa lluvia, despertó.  El hambre de siglos le hacía sentir un enorme hueco en el estómago.  Veía a diestra y siniestra y no veía ningún ave, ningún animal ni ningún hombre, mujer o niño para devorar. 

Cerca de allí pastaban tres ovejas inocentes de lo que pasaba bajo el puente que, llegado el momento, debían cruzar.  La luz del día comenzó a menguar y fue necesario que las ovejas regresaran al redil.  Así, vuelvo a decir, ignorantes de lo que pasaba, la primera de ellas se acercó al puente de piedra. 

¡Blin! ¡Blin! ¡Blin! se oyeron las pezuñas de la pequeña oveja golpetear sobre la calzada de piedra del puente.  De un solo salto, el Troll se puso delante de ella:
- ¡Roar! – Gruñó, y la oveja quedó perpleja sin saber quién era eso o aquel ser tan enorme y lleno de plantas que gruñía frente a ella.  Amenazante, se puso delante de ella y le informó:

-¡Te devoraré!

La oveja dió unos pasos atrás y le dijo:

-¡Espera! Veo que tienes mucha hambre y yo soy muy pequeña.  De nada te serviría devorarme.  Mejor déjame ir y seguiré creciendo y engordando  así, con el tiempo, cuando esté gorda y grande me podrás comer.  Tras de mí viene mi hermana, ella es mayor que yo y tiene más carne que yo. –

El Troll asintió y la dejó pasar en espera de un manjar mayor. 

¡Blan! ¡Blan! ¡Blan! Se escucharon las pezuñas de otra oveja que caminaba sobre el puente.  El Troll saltó  al lado de ella:

-¡Te devoraré porque eres más grande que tu hermana pequeña!

La segunda Oveja extrañada por la frase le dijo:

-¿Yo? ¿Más grande? ¡No conoces a mi hermana mayor!  Ella sí que está gorda.  Tanto que no puede ni caminar.  Si lo que quieres es un manjar nada pierdes con esperar un poco a que pase ella.  A mi me faltan carnes y si me dejas ir, te serviré de alimento en tu próximo plato.

Perplejo, el Troll la dejó ir. 

Pasó el tiempo y ya se saboreaba la suculenta carne de la Oveja Mayor.  Se imaginaba hacerse un nuevo abrigo con la piel de la inmensa oveja y una almohada con su lana.  La boca se le hacía agua solo de imaginar el exquisito sabor de carnes tan magras.  Pasaba bocados de saliva porque su imaginación le llevaba a pensar en los costillares, las piernas y los “machitos” de la Oveja enorme, casi gigantesca (digna de un Troll) que vendría enseguida.

¡Blon! ¡Blon! ¡Blon! Se escucharon las pesadas pezuñas de la última Oveja y el Troll saltó sobre el puente quedando justo tras la enorme Oveja de cuernos rizados. 

-¡Roar!-  Bramó.

-¡Roar!- Hizo nuevamente y la Oveja se detuvo extrañada por semejantes gruñidos.

-¡Te devoraré!-

La Oveja mayor, sin preocupación, alzó sus patas traseras con toda su fuerza y dio una coz al Troll quien cayó, cuán pesado era, al embravecido arroyo que bajaba llevando árboles y piedras por la reciente tormenta.



¡Blon! ¡Blon! ¡Blon! ¡Blon! Siguió su camino la Oveja mayor para encontrarse con sus dos hermanas al otro lado del puente.  Desde entonces no hemos tenido noticia del Troll que fue arrastrado por la corriente de agua a un lugar desconocido.


domingo, 18 de junio de 2017

El nacimiento de Huitzilopchtli

Coatlicue, la de la falda de serpientes, la Madre Tierra, barría azarosa los templos de Tollan cuando sintió que alguien la veía y se sonrojó.  Desde el  cielo Tonatiuh, el Sol Joven la veía prendado de su belleza.  Esa mañana, mientras la veía desde el cielo, Tonatiuh sintió un impulso natural y de su entrepierna, de su maxtle confeccionado con plumas de quetzal y de águila, se soltó una viruta de plumas con su semen y volando, fue a depositarse en el vientre de Coatlicue quién al momento se sintió preñada.

Tonatiuh, el Joven Sol ascendente.



Allí cerca estaban los otros hijos de Coatlicue: Coyolxauqui, la de los cascabeles en la cara y Centzonuiznahua,  los 400 hermanos.  Coyolxauqui notó en los ojos de su madre el embarazo y se llenó de rabia y de celos.  Corrió al lado de Centzonuiznahua y le contó que tendrían un hermano nuevo.

Coatlicue, la de la falda de serpientes


¿Cómo habían de repartirse el mundo con una hermano más? ¿A que venía el desatino de su madre de embarazarse en aquella hora cuando el mundo apenas tenía un frágil equilibrio?  Urdieron entonces un plan para matar a su madre con el hijo de Tonatiuh aún en el vientre y una noche se dispusieron a hacerlo. 

Cenzoniznahua, los 400 hermanos surianos



Sigilosos, se montaron sobre los muros de los templos donde dormía su madre embarazada. Pero Quetzálcoatl (otro de sus hermanos) los vió ocultarse entre las sombras y Tezcatlipoca les jugó una de sus múltiples bromas haciendo que su madre se despertará intranquila.  Quetzálcoatl, conocedor de los corazones de los hombres y los dioses, se acercó a su madre y le habló a su hermano no nacido:

-Eah hermano que vienen a acabar contigo antes de que veas el sol de este mundo-

Huitzilopóchtli saltó en el vientre de su madre y desde allí le respondió:

-Nada ocurrirá conmigo porque hemos de vivir. Madre nada has de temer.  Ponte en pie y huye. Vete a donde yo te diré que yo cuidaré de ti y de mi. Huye que vienen mis hermanos a darnos muerte-

Y así, Coatlicue dió a huir cada vez más al sur hasta que llegó el momento del parto.  Allí, en Huitzitzilapán, en la tierra de los colibríes.  Donde desde Chicomostoc, desde las Siete Cuevas se domina el campo regado por la Laguna enorme que daba vida a los bosques y espesas selvas, Coatlicue, perseguida por sus hijos, empezó a dar a luz.

No bien empezaron las molestias del parto se escucharon los gritos y los pasos cercanos de Coyolxauqui y Centzonuiznahua.  Sudorosa y jadeante quiso ponerse de pie pero desde el vientre le habló de nuevo Huitzilopochtli:

-Dejame nacer que yo haré cuenta de mis hermanos.  No temas de tu vida ni de la mía que he de vivir.  Dejame nacer madre. -

Y nació Huitzilopochtli justo al momento en que Centzonuiznahua estaba a la boca de la cueva empuñando el matlatl de pedernales y pintado para la guerra.  Pero Huitzilopochtli había nacido colibrí y el asesino oyó solo su leve zumbido y vió brillar la Xiucoatl, la serpiente de fuego que luego cegó su vida.

Huitzilopchtli, el colibrí zurdo empuña a Xiucoatl, la serpiente de fuego


Coyolxauqui, apenas subía las laderas de la cueva y vió el cádaver de Centzonuiznahua. Llena de pavor, trocó la ira en pánico y huyó a Coatepetl, el Cerro Grande las Serpientes.  Corría y volteaba de vez en vez y disparaba dardos a Huitzilopochtli  y tornaba a huir.  Por fin llegó a lo alto de Coatepetl y se sintió aliviada.  Quizá Huitzilopochtli la había perdido y con el tiempo la perdonaría.  Muerto Centzonuiznahua ya no había porque temer un desequilibrio en el mundo porque Huitzilopochtli tomaría su lugar.  Coatlicue era al fin su madre y la perdonaría.

 En esos pensamientos estaba cuando un leve zumbido la hizo ponerse de pie asustada.  Ante ella un colibrí multicolor le amenazaba.  Era Huitzilopochtli, el colibrí zurdo, empuñando a XiucoatlHuitzilopochtli tomó su atemorizante forma y de un golpe en el pecho empujó a su hermana y la despeñó.  Allá rodaba Coatlicue colina abajo hasta quedar desmembrada completamente.  Mientras caía sonaban los cascabeles que adornaban su rostro.  Y cayó por fin  y las piernas y los brazos quedaron separados de su tronco, las manos y los pies de sus brazos y piernas. Los ríos de su sangre se mezclaban con el agua de los arroyos y ríos circundantes.  Huitzilopchtli tomó la cabeza de su hermana muerta y, aún con cascabeles, de un solo impulso, la arrojó a la luna.

Coyolxauqui, la de los cascabeles en la cara, desmembrada


Al amanecer siguiente, Huitzilopochtli, el Colibrí Zurdo, se encaminó a la Laguna a lavarse la sangre de los hermanos fallecidos.  Sus músculos se reflejaban en el Lago.  Con cada costra de sangre que se retiraba, dejaba ver más de su cuerpo desnudo y la Laguna quiso aprisionar la imagen de Huitzilopochtli.  Así, viéndolo desnudo, se quedó enamorada de él y para no olvidarlo, aprisionó sus colore y para que no se le escapara su recuerdo, se hizo piedra transparente de colores, los colores del colibrí.   Huitzilitécpatl, la piedra del colibrí, se hizo la Laguna de su idilio con el recién nacido Huitzilopochtli y la piedra en que se transformó la Laguna, nosotros la llamamos Ópalo.



En Magdalena podemos encontrar al menos 15 especies diferentes de colibríes.
Sus colores son similares a los del ópalo ambos consagrados al culto de Huitzilopochtli.



miércoles, 14 de junio de 2017

El Caballito

¿Qué tan caprichosa puede ser la naturaleza formando imágenes cotidianas?  Hacía el poniente de Magdalena se extiende una maravillosa formación rocosa sobre la que parte del pueblo ha asentado, con riesgo de su vida, su habitación.  Hace años, parte de sus simas fueron bañadas por el agua opalina de la Laguna de La Magdalena.  Allí se yergue magnífico El Caballito,  una colosal imagen coloreada de modo natural por los escurrimientos de las aguas de Magdalena a las que tanto debemos y a las que hemos, ingratos, conjurado.

Nuestra narración inicia cientos de años atrás y al otro lado del mar, en Barcelona.  Un enorme Dragón asolaba las ciudades costeras del Mediterráneo.  Ninguna plegaria, ningún santo pudo detener su camino de bosques y simientes quemadas hacía el puerto español.  Batiendo sus alas, el calor se comenzaba a sentir.  Cualquier viento raro parecía anunciar la preencia de la  mortal Bestia cuya piel no podía ser  traspasada por arma alguna hecha por mano humana.

Un mediodía, los campesinos corrían a protegerse tras las murallas barcelonesas y al ver el pánico en sus rostros, las campanas de los templos comenzaron a tañir  llamando a todos a alcanzar la seguridad detrás de sus murallas.  Horas después, expectantes, desde lo alto de las murallas, los habitantes pudieron ver arder sus cosechas y los bosques circundantes.  El enorme dragón cuyas escamas brillaban como el oro a plena luz del día exhalaba fuego que consumía todo a sus alrededor. 

Pasaron los días y el Dragón pareció satisfacer su hambre con los ganados montunos y los privados.  Desde lo alto de las torres, la muralla y el castillo los pobladores veían como los animales del bosque huían en riadas.   Tras la seguridad de las murallas el hambre comenzó a asomarse.  Uno de esos días cuando las provisiones de la Ciudad casi desparecían, el monstruo avanzó hacía la ciudad.  Todos lo sabían, el Dragón los devoraría.

Los gobernantes de la Ciudad, alarmados, reunieron a las cortes ante el Conde.  En su desesperación decidieron que se hecharía a suertes la vida de uno de sus jóvenes habitantes quien debería presentarse como víctima ante el Dragón.  Solo así, sentían, podía salvarse la Ciudad.  Y hecharon suertes y tocó a un avezado soldado que, despojándose de su armadura camino, ante la mirada de todos, al encuentro del feroz Dragón.  Tras el dramático banquete, la Bestia se retiró dando tumbos y se perdió.    Los barceloneses se creyeron salvados.

Al año siguiente, cercana la cosecha, cuando el campo quemado volvío a vestirse de mieses y el ganado empezaba a crecer nuevamente, la Bestia volvió.  Las Cortes repitieron el sangriento sacrificio y esta vez entregaron a una joven.  De nuevo el Monstruo se retiró.   Ahora sabían que tendrían que hacer un sacrificio anual. 

Llegó la siguiente cosecha y antes de sorprenderse, las cortes volvieron a hechar suertes y mandaron su sacrificio.  Ningún habitante de la Ciudad estaba exento del cobró del Dragón.   Nobles y plebeyos participaban en la mortal lotería y así, durante casi 30 años o más, los barceloneses tuvieron que entregar a alguno de sus más preciados jóvenes hasta que tocó un año en que, el nombre que surgió, dolió a todos.   Desde el Conde hasta el más mísero habitante del burgo barcelonés lloraba porque debía sacrificarse la hija del mismo Conde: doña Blanca  y  la Ciudad se deshizo en llantos y clamores a D-os.  Los principales ofrecían cambiar a doña Blanca por sus hijos o por dos o por tres de ellos pero doña Blanca estaba decidida y ella sería la siguiente víctima.

Llegó el fatal día y el Monstruo  aparecería sobre el bosque y la Ciudad lloraba vestida de luto.  El Conde se deshacía la cabellera desesperado y daba su corona al caballero que pudiera matar a la fiera Bestia sin obtener respuesta.  Todavía de mañana,  se abrieron las puertas del castillo y apareció doña Blanca ornado el largo cabello de flores multicolores y un vestido tan blanco como su nombre ceñido a su cintura con un largo listón azul que arrastraba.  Avanzó con entereza por las calles de la Ciudad acompañada del llanto de todos.  Se abrieron las puertas de la muralla y salió al campo.  La Ciudad se había volcado sobre las murallas y, a cierta distancia, doña Blanca se despidió entrando al espeso bosque.   Un viento de muerte atravesó del bosque a la Ciudad.

En el bosque, doña Blanca se encontró a un apuesto joven vestido tan solo de camisa, pantalón, botas y montado sobre un corcel sin montura.  Sin apearse, el joven entabló conversación con ella y la acompañó por el bosque.  Doña Blanca le explicó su situación diciéndole que había decidió salir a buscar ella a la Bestia porque no quería que su padre fuera testigo del cruel momento en que sería devorada.  Sin darse cuenta,  doña Blanca y el Joven dieron con la guarida del Dragón dormido aún.

Sant Jordi en un monumento en Barcelona


La Joven se despidió del caballero pero él le sostuvo la mano.  Ella se empecinó en avanzar a la Bestia y él la contuvo llevándose un dedo a los labios.  La estrechó contra su cuerpo y en un ágil movimiento retiró el listón que le ceñía el vestido.  Sorprendida doña Blanca, preguntó en un susurro el nombre al joven: - Jordi­- le dijo y de modo ágil se avalanzó sobre el Dragón dormido y pasó el listón por su cuello dando el extremo a doña Blanca. 

Sorprendida la Bestia despertó y se sintió domada por mano humana.  Doña Blanca asustada no sabía que hacer.  Jordi la tomó de la mano y le instó a no soltar el Dragón.  Así,  el Dragón con el listón al cuello seguía a doña Blanca quien iba de la mano de Jordi y este llevaba a su caballo con la otra mano.   Barcelona estalló en un grito de alegría al ver la vuelta de doña Blanca acompañada del apuesto príncipe.  Se abrieron las puertas de la muralla y, por primera vez, los barceloneses podían tocar a la Bestia que los había espantado por años.

En la estampa,  San Jorge asesina al Dragón ante la mirada de doña Blanca, al fondo Barcelona y sus murallas.


Pero la paz tenía un precio y había que pagarlo.  Blanca no podía soltar al Dragón a no ser que se casará con Jordi.  Como en toda tragedia, el Conde y la nobleza se opusieron a la boda de la princesa digna de un rey pero no de un desconocido.  Jordi montó su caballo e invitó a Blanca a subir en él y soltar el Dragón.  Ella se negaba a hacerlo porque eso significaría la destrucción de su Ciudad pero quería irse con Jordi.  Entonces, casi de un salto, en medio de la discusión de la nobleza, montó en el caballo con Jordi sin soltar el Dragón y avanzaron camino al mar y allí se perdieron.

Cientos de años después la historia se siguió y se sigue contando y cada héroe de Barcelona se llama Jordi y a veces Sant Jordi.  Cuando los europeos llegaron a América y encontraron el lago de La Magdalena con un caballo pintado de modo no humano en un farallón, no pudieron menos que recordar la leyenda de Sant Jordi , doña Blanca y el Dragón que un día desaparecieron camino del mar y le llamaron cariñosamente “El Caballito”.

Por si fuera poco, en el mismo macizo donde aparece figurado El Caballito hay un géiser cuyo bramido puede escucharse aún hoy al caer las tardes recordando al bramido de una Bestia antigua que duerme encerrada por la piedra y vigilada por el Caballito de Sant Jordi .  Si un día, el Caballito baja la pata delantera (que la tiene en alto) será sin duda para avanzar y con su paso pétreo romper la roca que guarda al antiguo Dragón.  El Dragón despertará y en una explosión de agua inundará lo que esté a su paso claro está, Magdalena.

Hemos señalado en un círculo la formación rocosa de El Caballito de Magdalena para facilitar su visiblidad.


Nuestros abuelos iban de día de campo al Caballito hace ya muchos  años.  Desde allí veían el oleaje de la antigua Laguna hoy seca para beneficio de unos cuantos y rememoraban la leyenda que acabamos de narrar de un modo o de otro.  De camino a casa no paraban de rezar:

“San Jorge bendito, amarra a tus animalitos con un cordón bendito”

domingo, 4 de junio de 2017

Una lámpara de plata para el Señor Milagroso

Hubo un jesuita magdalenense de apellido Maldonado.  Volvía de Filipinas por allá de los años de 1740. Poquitos después del prodigioso sudor de gotas de color de sangre del Señor Milagroso.   El padre Maldonado fue destinado a la Casa de la Compañía de Jesús en Manila, Filipinas.  La obra jesuita en Filipinas buscaba establecer contactos con las cortes de China y restablecer  las comunidades católicas de Japón.  La tarea de un jesuita no era fácil, mucho menos en el perverso mundo filipino.



Allá, en Filipinas, guiados por europeos, chinos y japoneses creaban las enormes naos que debían  regresar cargadas de porcelanas, tallas de madera estofada, sedas y especias para América año tras año.  Fue gracias a un jesuita que se descubrió la corriente marina que llevaba y traía lo más rápido posible a las naos o galeones de Manila a Acapulco o de regreso. 



El padre Maldonado regresaba a México cumpliendo órdenes en un galeón llamado la “Sacra Familia” (el portugués seguía de moda).  Los alarifes europeos trataban de aprovechar al máximo el espacio en los galeones que surcaban los mares.  De una vez debían traer lo más que podían. Por eso, la cubierta del Sacra Familia se había hecho completamente de madera de sándalo. 




El viaje se había hecho sin ningún contratiempo.  Tras las penurias del  largo paso de la Mar del Sur (así llamaban al Océano Pacífico) las naves se acercaban a una cierta distancia de la playa para navegar siguiendo el litoral.  Era por seguridad.  Estando cerca de la playa, si había algún accidente, se podía rescatar la mayor parte de vidas y mercancías.  Las Naos de Manila viajaban juntas y resguardadas por naves militares.  Se acercaban a la costa del Pacífico a la altura de San Francisco, California y seguían su derrotero al Sur.  San Blas, era un punto donde hacían “aguada” aprovechando el puerto natural que era.   Al acercarse, los capitanes enviaban a la costa las embarcaciones pequeñas para comprar carne seca y agua potable. 

El padre Maldonado quizá se sintió emocionado de saber que estaba cerca del lugar donde había nacido.  Pero la naturaleza les iba a hacer una mala pasada.  El Sacra Familia no podía ser controlado.  Al parecer, un cambio en el lastre (lo que servía para darle estabilidad a la nave en el mar) lo estaba llevando a pique.  La emergencia se hizo palpable.  Las demás naos ya habían zarpado y no alcanzarían a regresar para rescatar a los naúfragos  y su valiosa carga.



La desesperación hizo presa de los viajeros.  En un último esfuerzo el capitán trató de encallar la nave en la costa.  Era una carrera contra el tiempo.  Encallar la nave no era seguro.  El tonelaje haría que el casco se desgajara y con seguridad habría vidas perdidas.  Nada aseguraba que el plan la mantuviera a flote al menos el tiempo suficiente para rescatar las vidas que cargaba.  El tiempo apremiaba.  El tesoro de Asia ya no importaba había que salvar vidas.

El padre Maldonado pidió que se jurara al Señor Milagroso que, si salían todos y cada uno de los viajeros con vida de aquel trance, irían de allí a su santuario a pie.  La desesperación hizo que todos lo prometieran.  Como si de un hechizo se tratara, el Sacra Familia fue llevado casi con suavidad hasta una playa rocosa.  El golpe duro de la nave contra las rocas estremeció a todos pero el Sacra Familia  se había sostenido a flote en el último momento.  El resto de la flota regresó a salvar lo que se pudiera de las mercaderías mientras los naúfragos, ya en tierra, deshaciéndose en llantos de agradecimiento preparaban su larga procesión a Magdalena.

Un mercader, dialogaba airadamente con el capitán de la nave.  En su desesperación,  había prometido llevar parte de la madera de sándalo hasta Magdalena.  El Capitán era responsable de que la madera se entregara en su totalidad, pero entendía también que si no hubiera sido por la intervención del Señor Milagroso toda la nave y las vidas se hubieran perdido.  Contrataron los arrieros que hubo en San Blas y decidieron que solo se llevaría al Santuario del Señor Milagroso la madera que se pudiera cargar.  Al fin que, El que había salvado la nave, podía cobrarse el precio que quisiese.  Así, subió una procesión desde San Blas a Magdalena en la mitad del siglo XVIII  con el fin de cumplir un voto al Señor Milagroso.  Con ellos, algunas carretas cargadas de madera de sándalo fueron donadas al templo. 

Los naúfragos pagaron la hechura de una lámpara de plata en forma de nao para recordar el maravilloso suceso.  El sándalo suplió al antiguo piso de madera del templo.  Durante mucho tiempo la lámpara de plata en forma de nave, adornó el templo del Señor Milagroso y el crujir del piso despedía un aroma singular.   Pero llegaron las modernidades.  Nuevos curas se hicieron cargo del Santuario.  Las crisis fundieron la nave de plata.  El piso de madera del templo del Señor Milagroso se hizo añicos para poner uno de mármol de Carrara más moderno, más luminoso según decían.  Y se perdieron los recuerdos de aquella mañana cuando una nave rica estuvo a punto de perderse en la Mar del Sur y el brazo del Santo Cristo salvó vidas y caudales.


La historia del naufragio del Sacra familia llegó a mi por cuentas de mi tía Guadalupe Ayala.  No es raro encontrar narraciones como estás en casi todos los santuarios americanos dedicados a la Virgen o a Jesucristo.  Los impresionantes actos de piedad popular como esas procesiones largas que hoy nos pueden parecer imposibles eran también comunes.  Sorpredentemente sí hubo un padre de apellido Maldonado oriundo de Magdalena, de la Compañía de Jesús y que estuvo en Filipinas.  De la lámpara de plata en forma de nave no hay registro alguno.  En 1754,  fray Juan Barbosa cambió el piso de madera del templo del Señor Milagroso por uno nuevo a pesar de que profesaba que eran en extremo pobres.  Ese piso de madera fue él mismo que se hizo girones para poner el de mármol de Carrara.  Algunos recuerdan que partes de ese piso se quemaron y que despedían un olor fascinante.  “Escruta el pasado, pregunta a tus padres” aconseja el Libro.