lunes, 3 de abril de 2017

Mercedes, los ojos color de mar

“Hija mía tan querida
aman aman
No te eches a la mar.

Que la mar
Está en fortuna
Mira que te va a llevar”


Mercedes se llamaba la hermana de Esther Leal.  Sus ojos del color del mar querían abarcar el mundo.  La laguna de Magdalena ya no le llenaba.  Los lujos de casa y la liberalidad familiar ya no le satisfacían.  El mundo bullía alrededor y la muerte asolaba  invisible el aire.  La gripe española estaba arrasando los pueblos a la redonda. Dicen que cuando llevaban a un difunto al cementerio había que llevar una o dos mortajas más por aquellos que morían acompañándolo.

La muerte zumbaba en el aire.  Las balas revolucionarias se habían llevado a más de diez y otros se habían convertido en carne de cañón huyendo quizá de la peste.  La belle époque que prometía felicidad y progreso se había convertido en barbarie.   Mercedes escrutaba el paisaje con sus ojos color de mar. El mundo.  Su mundo se achicaba.

Una mujer en los años cuarenta se pasea por Trafalgar square
Por las tardes, con los lejanos ladridos de perros y cacarear de gallinas.  Se sentaba Mercedes en el lienzo de piedra.  A veces, un alacrán pasaba como corriendo, como si rezara con los brazos en alto.  Cerquita de ella pero no le importaba:
¿Qué habrá más allá de aquellas montañas?
 ¿Estás estrellas serán las mismas que brillan en otros cielos?
 ¿Cómo se escuchan los hombres hablando en otras lenguas?



Una mañana regresó el tío Eliseo contando las novedades de Guadalajara. 
Mercedes se atropellaba la lengua al  preguntar.
 Todo. 
Lo quería saber todo.
 Se le iluminaban los ojos color de  mar imaginando la serenata en la Plaza de Armas los vestidos  de las señoras y las peinetas de las “chinas tapatías” y las catrinas.
 Los modos de la Ciudad le atraían. Le comían el seso. 
Tomaba a Reyes y lo obligaba a bailar y a hacerse caravanas.


La calle Heróes en Gaudalajara cerca de 1910


Vivía solo cuando Esther era invitada a la Casa Grande en San Andrés.  Lloraba cuando no la llevaba.  Se escondía tras los lienzos cuando Esther y Tomás platicaban ya entrada la noche y repetía en silencio las palabras de ella. 
Los sábados por la tarde, cuando el sol todavía permitir ver los caminos.  Antes de prender las velas que anuncian la buena semana,  Tomás se montaba en su coche y daba una vuelta por San Andrés.  Los chiquillos lo seguían haciendo fiesta y sonreía.
Ante el portillo de Esther se detenía.  Esther lo esperaba muy catrina.  Siempre se detenía y la saludaba quitándose el sombrero.  
A veces le daba flores.

Un día Mercedes se cansó y dijo que se iba.  Lo dijo tan seria que nadie lo dudó.  Una tarde hizo un hatillo con sus cosas y nadie la detuvo.  El tren se paró en La Quemada y  Mercedes se fue.  Tomó para el norte.  Se perdió tras las montañas.  Luego, al año, llegó una carta diciendo que estaba bien.  Europa la había asombrado.  Poco después se corrió la cortina de la muerte. Su fe, sin duda la llevaría a ser pasto de las llamas.  Nunca supimos donde se cerraron los ojos color de mar de Mercedes Leal. Ya no cerró sus ojos antes las luces del viernes.  El calor de las dos luces ya no encendió su rostro.  La luz de la buena semana no calentó más las yemas de sus dedos.  No le dieron el derecho de una tumba ni de guardar su nombre.


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