“Hija mía tan querida
aman aman
No te eches a la mar.
Que la mar
Está en fortuna
Mira que te va a llevar”
Mercedes se llamaba la hermana de Esther Leal. Sus ojos del color del mar querían abarcar el
mundo. La laguna de Magdalena ya no le
llenaba. Los lujos de casa y la
liberalidad familiar ya no le satisfacían.
El mundo bullía alrededor y la muerte asolaba invisible el aire. La gripe española estaba arrasando los
pueblos a la redonda. Dicen que cuando llevaban a un difunto al cementerio
había que llevar una o dos mortajas más por aquellos que morían acompañándolo.
La muerte zumbaba en el aire.
Las balas revolucionarias se habían llevado a más de diez y otros se
habían convertido en carne de cañón huyendo quizá de la peste. La belle époque que prometía felicidad
y progreso se había convertido en barbarie.
Mercedes escrutaba el paisaje con sus ojos color de mar. El mundo. Su mundo se achicaba.
Por las tardes, con los lejanos ladridos de perros y cacarear de
gallinas. Se sentaba Mercedes en el
lienzo de piedra. A veces, un alacrán
pasaba como corriendo, como si rezara con los brazos en alto. Cerquita de ella pero no le importaba:
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Una mujer en los años cuarenta se pasea por Trafalgar square |
¿Qué habrá más allá de aquellas montañas?
¿Estás estrellas serán las
mismas que brillan en otros cielos?
¿Cómo se escuchan los hombres
hablando en otras lenguas?
Una mañana regresó el tío Eliseo contando las novedades de
Guadalajara.
Mercedes se atropellaba la lengua al
preguntar.
Todo.
Lo quería saber todo.
Se le iluminaban los ojos color
de mar imaginando la serenata en la
Plaza de Armas los vestidos de las
señoras y las peinetas de las “chinas tapatías” y las catrinas.
Los modos de la Ciudad le
atraían. Le comían el seso.
Tomaba a Reyes y lo obligaba a bailar y a hacerse caravanas.
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La calle Heróes en Gaudalajara cerca de 1910 |
Vivía solo cuando Esther era invitada a la Casa Grande en San Andrés. Lloraba cuando no la llevaba. Se escondía tras los lienzos cuando Esther y
Tomás platicaban ya entrada la noche y repetía en silencio las palabras de
ella.
Los sábados por la tarde, cuando el sol todavía permitir ver los
caminos. Antes de prender las velas que
anuncian la buena semana, Tomás se
montaba en su coche y daba una vuelta por San Andrés. Los chiquillos lo seguían haciendo fiesta y sonreía.
Ante el portillo de Esther se detenía.
Esther lo esperaba muy catrina. Siempre
se detenía y la saludaba quitándose el sombrero.
A veces le daba flores.
Un día Mercedes se cansó y dijo que se iba. Lo dijo tan seria que nadie lo dudó. Una tarde hizo un hatillo con sus cosas y
nadie la detuvo. El tren se paró en La
Quemada y Mercedes se fue. Tomó para el norte. Se perdió tras las montañas. Luego, al año, llegó una carta diciendo que
estaba bien. Europa la había
asombrado. Poco después se corrió la
cortina de la muerte. Su fe, sin duda la llevaría a ser pasto de las llamas. Nunca supimos donde se cerraron los ojos
color de mar de Mercedes Leal. Ya no cerró sus ojos antes las luces del
viernes. El calor de las dos luces ya no
encendió su rostro. La luz de la buena
semana no calentó más las yemas de sus dedos.
No le dieron el derecho de una tumba ni de guardar su nombre.
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